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CANTO A LA MUJER CORDOBESA Es artista y cordobesa, con andares de gitana; mira como una sultana y habla como una princesa. ¡Si la vieras a caballo! En Córdoba la encontré cuando en la feria de mayo las treinta mulas compré. Comentando la corrida en la que Antonio Cañero sacando la jaca herida puso el rejón más certero que había puesto en su vida, estábamos Paco Gil, Pedro, el de Puente Genil, y el Niño Sabio, el de Lora, en la puerta el Mercantil tomando una de «Pastora». ¡Qué trajín! ¡Cuánta alegría, de aquel bullir que no cesa, en el que contribuía la gracia y soberanía de la mujer cordobesa! No te puedes figurar, tú que aquello lo conoces de cuando fuiste a comprar la yegua, el rumor de voces de la calle Gondomar. Como reguero de hormigas las mujeres paseaban y al pecho todas llevaban flores en lugar de espigas. Y entre mujeres y flores, pasaban los domadores por delante de nosotros, luciendo sobre los potros los atalajes mejores. ¡Qué de coches! ¡Qué de troncos!, donde los caballos broncos mostraban todo su brío, yendo los cocheros roncos de tanto hablar al gentío. Entre aquella animación, un grito de admiración alarmó a la gente seria; cuando por la Concepción se vio subir de la feria el cuerpo más soberano, más gallardo y más serrano que viera del sol la luz, sobre un potro jerezano del mejor hierro andaluz. ¡Vaya mujer con hechuras, luciendo el traje campero de vistosas bordaduras, al sonar las herraduras del caballo postinero! Ángel que tenga su cara, No tiene Dios en los cielos; Pues su hermosura es tan rara, que si un ángel la mirara, los demás sintieran celos. Como dos finos manojos de claveles reventones eran sus labios de rojos, y eran dos vivos crespones la luz que daban sus ojos. Era arrogante y morena; su pelo como la pena que desgarra las entrañas, y llevaba las pestañas de la propia Macarena. Caballo mejor domao ni mejor atalajao ningún andaluz lo sueña, ni traje mejor cortao que el que lucía su dueña. Era de plata el herraje del freno y del hebillaje, como el caballo de un rey, y de oro fino de ley los alamares del traje. Y era tanta su destreza para fijar con limpieza los andares de la jaca, que su garbo y gentileza sobre todo se destaca. Pues ya ves si llevaría el potro con gallardía, cuando hasta el propio Cañero tiró a su paso el sombrero diciéndole una alegría. Mezcla de gitana y reina, llegó entre palmas y olés; espuelas de oro en los pies, y por corona y por peina un sombrero cordobés. Al paso de su alazán la gente se descubría pues todo el mundo creía que llegó el Gran Capitán el alma de Andalucía. Unas vueltas dio al paseo. El potro, con su braceo, no cabía en la ancha calle; al compás del manoteo, quebraba su lindo talle, y aquella mujer preciosa, de hermosura tan completa, se iba meciendo orgullosa como en la mejor maceta se mece la mejor rosa. Su gracia la requebré cuando a mi lado pasó: lo que dije no lo sé; lo cierto es que me miró... y es sus ojos me enredé. Preso quedé en su mirar, como en el día la aurora, y estoy tan esclavo ahora como la perla que llora su esclavitud en el mar. Hablé con ella; fue mía... Puse en ella mi alegría, mis afanes y mis penas, y hoy por su gusto daría más sangre que hay en mis venas. Sé que no me pertenece, que no es de mi condición. ¡Pero ya no hay solución! ¡Que el hombre siempre obedece cuando manda el corazón! JULIAN SANCHEZ PRIETO (El pastor poeta) |