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EL PERRO, EL NIÑO Y EL MILAGRO
Por el cielo de los perros,
va mi perro cojo
con su muleta de plata.
Junto al cielo de los perros
un cielo lleno de acacias
y de niños y de madres
y de cantos y de hadas.
Pero..., había un niño triste,
cara de ausencia y nostalgia,
siempre solo, siempre serio,
a punto siempre de lágrimas.
Un niño con una mano
inútil, seca, sin alma.
¡Ay, qué infierno diminuto
era aquella mano lacia!
Y desde su cielo, el niño,
siempre asomado a la tapia,
miraba a mi perro cojo
con una triste mirada;
miraba a mi perro cojo
y, al mirarlo, recordaba...
"Un día en una placeta,
un perro de pobre casta,
una apuesta de buen tino,
un silbido, una pedrada...,
y un aullido que se aleja...,
y el perro rota una pata."
¡Qué frío remordimiento
sentía en su mano lacia!
Y, mientras tanto, en su cielo
mi perro jugueteaba
con un angelillo cojo
que era el ángel de su guarda.
Hasta que un día, jugando,
llegaron hasta la tapia
donde estaba el niño triste,
a punto siempre de lágrimas.
Dejó de jugar mi perro
con el ángel de su guarda;
se quedó quieto un momento,
las orejas levantadas;
luego afianzó la muleta,
se apoyó sobre la tapia
y miró al niño con una
larga y antigua mirada.
Y el perro, mirando al niño,
recordaba, recordaba...
"Un día en una placeta,
sed y hambre de semanas,
un niño, la mano en alto,
un silbido, una pedrada
y un golpe en su pata y sangre,
sangre ya en su ya inútil pata."
El niño, por un instante,
miedo y mas miedo la cara,
fría la carne y dudando
si aquella fija mirada
era olvido, era perdón,
o acusación o amenaza,
quedó inmóvil, esperando
ladridos y dentelladas.
Pero los perros no saben
de rencores ni venganzas.
Por eso mi perro cojo,
olvidando la pedrada,
se echó atrás, tomó carrera,
salvó de un salto la tapia,
y agachando las orejas,
y amansando la mirada,
y multiplicando mimos
y abanicando palabras,
con los ojos, con los dientes,
con el rabo, con las patas,
empezó a lamer la mano
inútil, seca y sin alma.
La lengua del perro fue
para aquella mano lacia
como un reguero de vida,
como un reguero de savia.
Y el niño sintió, qué gozo,
que en la mano le brotaba
como un arroyo de vida,
como un arroyo de savia,
y que los tendones muertos
de pronto resucitaban.
Satisfecho del milagro,
rabo alegre, orejas gachas,
regresó el perro a su cielo,
pura cojera de gracia.
El niño le dijo: adiós.
Y, al despedirlo, lloraba
abanicando en el aire
la mano resucitada.
Y el perro le dijo: adiós,
con la muleta de plata.
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