ROMANCE DE AQUEL HIJO
Hubiera podido ser hermoso como un jacinto, con tus ojos y tu boca y tu piel color de trigo; pero con un corazón grande y loco como el mío. Hubiera podido ir, las tardes de los domingos, de mi mano y de la tuya, con su traje de marino, luciendo una ancla en el brazo y en la gorra un nombre antiguo. Hubiera salido a ti en lo dulce y en lo vivo, en lo abierto de la risa y en lo claro del instinto; y a mí, tal vez, que saliese en lo triste y en lo lírico y en esta torpe manera de verlo todo distinto.
¡Ay, qué cuarto con juguetes, amor, hubiera tenido!.., tres caballos, dos espadas, un carro verde de pino, un tren con siete estaciones, un barco, un pájaro, un nido... y cien soldados de plomo, de plata y oro vestidos. ¡Ay, qué cuarto con juguetes, amor, hubiera tenido!... ¿Te acuerdas, aquella tarde, bajo el verde de los pinos, que me dijiste: -Qué gloria cuando tengamos un hijo!... y temblaba tu cintura como un palomo cautivo, y nueve lunas de sombra brillaban en tu delirio. Yo te escuchaba lejano, entre mis versos, perdido; pero sentí por mi espalda subir un escalofrío, y repetí como un eco: ¡Cuando tengamos un hijo!... Tú, entre sueños, ya cantabas nanas de sierra y tomillo, e ibas lavando pañales por las orillas de un río.
Yo, arquitecto de ilusiones, sostenía el equilibrio de una torre de esperanza con un balcón de suspiros. ¡Ay, qué gloria, amor, qué gloria cuando tengamos un hijo!... En tu cómoda de cedro, nuestro ajuar se quedó frío, entre alhucema y manzana, entre romero y membrillo. ¡Qué pálidos los encajes! ¡Qué sin gracia los vestidos! ¡Qué sin olor los pañuelos y qué sin sangre el cariño! Tu velo blanco de novia —por tu olvido y por mi olvido— fue un camino de Santiago doloroso y amarillo. Tú te has casado con otro; yo con otra he hecho lo mismo... Juramentos y palabras están secos y marchitos en un antiguo almanaque sin sábados ni domingos: Ahora, bajas al paseo rodeada de tus hijos, dando el brazo a... la levita que se pone tu marido.
Te llaman... ¡doña Manuela!; usas guantes y abanico, y tres papadas te cortan en la garganta el suspiro. Nos saludamos de lejos como dos desconocidos; tu marido baja y sube la chistera; yo me inclino, y tú sonríes sin gana de un modo triste y ridículo. Pero yo no me hago cargo de que hemos envejecido, porque te sigo queriendo igual o más que al principio, y te veo como entonces, con tu cintura de lirio, con un jazmín en los dientes y la color como el trigo, y aquella voz que decía: —¡Cuando tengamos un hijo! Y en esas tardes de lluvia, cuando mueves los bolillos y yo paso por la calle con mi pena y con mi libro, dices, con miedo, entre sombras, amparada en el visillo: —¡Ay, si yo con ese hombre hubiese tenido un hijo!... |