ROMANCE DEL FEO
Ya se me olvidaba amigos, que ayer prometí contaros los motivos y razones de porqué soy Legionario. Mientras leía esta carta los estaba recordando.
Yo era el chaval más humilde, más bueno y más desgraciao que se inscribe en los Padrones de la Cabecera del rastro. Y aunque mi madre era guapa, según los que la trataron, mi padre fue por lo visto, de un feo tan exaltado, que se miró en un espejo y, al verse, palmó en el acto. Y esta cara fue la herencia que mis papás me dejaron: moreno-verde-aceituna, pelos tiesos, chiquitajo. Nadie me llamaba Antonio, que es así como me llamo, sino El Feo.
Con el nombre de el Feo me bautizaron las comadres que llevaban a su retoño en brazos diciendo: rey del mundo, tesoro, mi cielo, mi encanto.
Yo jamás supe lo que era ni de limosna un halago. De pequeño, me vengaba de los chavales del barrio: “pataas” en la espinillas, mohicones, cascotazos, ¡que a éste le quito la gorra!, ¡que tumbo a aquel otro en el fango! ¡Que polvos de pica-pica por el “cogote” a puñaos! Y al que pesco en una fuente, le empujo, y al agua pato.
De el feo todos decían que era de la piel del diablo, y el feo todas las noches se adormilaba llorando.
Y al fin le salió la barba; allá va mocito honrao que sabe ganarse a pulso la vida con su trabajo. Le siguen llamando el feo; ¡qué más da, si al fin y al cabo los hombres pueden ser hombres aunque no estén ondantaos!
¿De novias?, ¿con mi carita?, pa que iba a meterme en gastos; le digo a cualquiera en vilo y al verme le da el colapso. Pero el sino se presenta cuando menos lo esperamos; un chaval que lo bautizan a escote los de mi patio, una madre, que en los ojos lleva escrito el desengaño. Yo, que me muero de pena, que me doy tres latigazos, que se me olvide mi rostro, que me acerco al cristianao, y en una copla, a la madre, mi corazón le regalo:
con esa flor de tu rama, voy a hacer una caridad, que tengo cuatro apellidos, los cuatro le voy a dar, como si fuera mi hijo.
Y lo cumplí, a los tres meses yo era ya un hombre casado con una mujer bonita, seria, leal y de buen trato, y con un chaval que en el alma yo me puse a caballo.
Los que me llamaban Feo me lo siguieron llamando, y con razón, pero nunca, ella jamás puso tal nombre en sus labios, y yo se lo agradecía. Y así vivimos tres años sin ella decirme feo ni yo recordarle el pasado.
Recuerdo que fue un domingo... Yo llevaba al chiquillo en brazos cuando una sombra en la puerta me preguntó: —¿Está la Rosario? —Está para mí — le dije, que pa usted ya la enterraron. —Pues vengo a resucitarla y a llevarme ese “macaco”, porque lo feo se pega y usted lo es un rato largo.
No dijo más, ni un suspiro, cayó como cae un árbol cuando lo siegan de golpe los cien cuchillos de un rayo. Pero ella, sí que me dijo, viendo en tierra aquel guiñapo. Me lo dijo sin palabras, me miró de arriba abajo de una manera tan fina, diciéndomelo tan claro que nunca pensé que un mote pudiera hacer tanto daño.
Los jueces dijeron: —¡libre! Yo respondí: —¡condenado! ¿A quién vuelvo yo mis ojos? ¿Dónde encamino mis pasos? y la Bandera de España me contestó: —A mí, ven, que yo seré tu madre, y te daré gloria y amparo, te enseñaré el secreto de andar con la frente en alto y te haré novio de la muerte, que es la novia de los guapos. Y aquí estoy con esta carta, que hoy ha llegado a mis manos, donde un chiquillo me dice: —Papá, tengo tu retrato, me gusta mucho que seas Caballero Legionario, porque con ese uniforme: ¡Mecáchis que si estás guapo
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